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El refugio de la Guerra civil de Almería.

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Almería es un queso gruyer surcado por el refugio ideado por el arquitecto Guillermo Langle bajo el gobierno de la II República, a primeros de 1937. Almería fue republicana durante casi toda la guerra y una de las últimas ciudades en caer. Sufrió las bombas franquistas del crucero Canarias , que bombardeó el depósito de Campsa el 8 de noviembre de 1936 e hizo que “en Almería fuera de noche durante varios días” [1] . El intenso humo hizo lo imposible: eclipsar el sol del desierto. Almería también sufrió bombas nazis. La aviación hitleriana bombardeó la ciudad el 31 de mayo de 1937, en represalia al hundimiento del Deutschland por parte de un avión comandado por pilotos rusos. Hitler ordenó el bombardeo de Almería, según cuenta la historia, sin el conocimiento de los mandos franquistas. Parece ser que actuó modo free style y sin ocultar la identidad nazi de los barcos. Este bombardeo provocó 31 muertos y dañó varios edificios, como la catedral de Almería, la iglesia de San Sebast

Almería, 4-8 julio 2016

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Almería es roja, amarillenta y azul. Sobre todo, roja: tierra volcánica por todas partes, restos de antiguas eras geológicas. Amarillenta por el mar de plástico que todo lo riega. Ese pulmón agrario de Andalucía donde trabajan manos de otros colores bajo un sol abrasador –“aquí no somos racistas”-. Azul del mar, imponente pero no protagónico en una provincia en la que la tierra volcánica lo cubre todo. La gente es más simpática que en Granada y menos chafardera que en Cádiz o en Sevilla, con perdón. Making friends . Almería reluce una belleza más pura y menos impostada: el postureo es cosa de otras provincias de Andalucía. Y si no, pasen y vean el paisaje de hippies del Albayzín de Granada. Paisaje del que yo, probablemente, sea un árbol más. El Cabo de Gata. El Cabo de Gata es uno de los lugares más hermosos que haya visitado jamás. Kilómetros de arena oscura bordeada de montañas rojas hendidas por “ramblas” -antiguos cauces de ríos-. Allá arriba, el atardecer más hermoso

Valencia-Alcázar de San Juan-Almería, 4 julio 2016

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Cojo en la estaciò del Nord un tren impuntual y polvoriento que me llevará hasta Almería. La fila para subir al tren: chabacana y desorganizada, es decir, muy valenciana -la cita no es mía, es de uno de Xixona-. La gente, apremiada por el retraso, se agolpa en el andén para subir a un tren de los de antes. En el AVE Madrid-Barcelona la gente habla de auditorías, proveedores y reuniones en Londres o en París. En el TALGO Valencia-Almería la gente da pormenorizadas instrucciones –“te dejé la tartera en el armarito de la cocina”-, hace recordatorios –“pasado mañana tienes cita con el médico, no se te olvide”- o da las buenas noches. En este tren las maletas no van conjuntadas y no tienen ruedas. En este tren, las maletas van enlazadas las unas a las otras como una ristra de morcillas rellenas de ropa –“para que no nos las roben”- y están sostenidas por unas asas a menudo precarias. En este tren de antaño los pasajeros no montan start-ups ni crean empleo. Sólo son gente normal.