Palmeras y dátiles



Palmeras y dátiles

Salgo de casa. Mierda, llueve y hace frío. Cojo el autobús. He quedado con Julieta a las seis menos cuarto.
         Al bajarme del autobús, un coche se salta un semáforo, pasa por encima de un charco y me salpica de arriba abajo. Menudo cabronazo, tío tenías que ser. Luego dirá que si le rayan el coche. Si es que van provocando.
         Llego media hora tarde. Julieta está esperándome en un bar (sin Romeo). Ya lleva dos gintónics. Yo le digo que en media hora no le ha dado tiempo a tomarse dos gintónics. Me dice que lleva en el bar desde ayer. No sé por qué, pero me lo creo.
         Nos metemos en el cuarto de baño del bar para ponernos monas. Julieta se viste de tanguera, con un vestido negro, tan ajustado que se le notan los gintónics. Se pone un colgante de pedrería negro, modelo rosario satánico. Se recoge el pelo (no se ha traído el secador, ¡fallo gordo!) y se pega con saliva un rizo a la mejilla. Zapatos con tacón de 25 cm. Ni Paco Clavel puede andar con eso. Yo me visto de flamenca, con un corpiño estampado y falda negra con un volante rosa. Moño, clavel, peineta. Zapatos de tachuelas. Salimos a la calle.
         En la acera de enfrente está nuestro objetivo: una agencia de viajes de El Corte Inglés.
         Entramos. Dependienta joven, pelo recogido, camisa recién planchada, pendientes de perlas. Pobrecita.
—Buenas tardes —nos dice con una magnífica sonrisa—. ¿Qué desean?
La dependienta no se ha visto en otra. Ya está pensando que en cuanto nos marchemos va a mandarle un wasap a todos sus contactos. Desea hacernos una foto, pero se contiene. Se le acaba el contrato con la ETT dentro de 5 minutos, y si le entrega su alma a Bankia a cambio de un paquete de putrefactas participaciones preferentes le prolongarán el contrato durante 5 minutos más.
Que conteste Julieta, que a mí me da la risa si le miro los pendientes.
—Muy buenas tardes, señorita. Queríamos dos billetes de avión a la mierda.
La señorita nos mira con cara de panoli.
—Perdone, no le he entendido bien.
Tiene la voz nasal. Lo que me faltaba.
—Sí, sí me ha entendido bien —así me gusta, Julieta, con asertividad—. Queremos dos billetes de avión para irnos a la mierda.
La dependienta se gira hacia el ordenador. Él es su mejor amigo, nunca la abandonaría. Teclea furiosamente, haciendo ruido con sus uñas pintadas.
—Perdone, pero ese destino no consta.
Voy a tomar cartas en este asunto.
—Busque, busque —contesto—. Busque bien que el Amadeus lo sabe todo. Pruebe tecleando «Alamierda» todo junto.
Lo hace.
—No consta —persiste en poner voz nasal. Al final me voy a tener que mosquear.
—Bien, señorita —continúo—. Pues entonces pruebe con «Ala Mierda».
—Sí, con «Ala Mierda» sí consta algo. Es una aerolínea.
—Muy bien, señorita. ¿Lo ve como el Amadeus lo sabe todo? Pues venga, denos dos billetes con aerolíneas «Ala Mierda».
—De acuerdo, señora. ¿A qué destino desean viajar?
Esta pelandrusca no sabe que odio que me llamen «señora». Como la pille en un callejón va a saber quién soy yo. Tomo aire, respiro hasta tres, como me dijo que hiciera el psicólogo de Proyecto Hombre, y prosigo.
—Señorita, ya se lo hemos dicho. Queremos irnos a la mierda.
—Les mostraré los destinos a los que vuela esta aerolínea.
Voltea el monitor para que veamos. La lista es infinita, no tenemos ganas de leer. Tengo una idea.
—¿Hay algún destino que empiece con K?
—Sí, hay uno.
—Pues ahí queremos ir.
—¿Cuándo desean viajar?
—Julieta, deja de atusarte el rizo y habla.
—Queremos irnos a la mierda cuanto antes.
—Muy bien. Hay un vuelo a K mañana a las 6 de la madrugada. La agencia misma les puede tramitar los visados.
—De acuerdo, háganlo. Tomaremos ese vuelo y pagaremos en efectivo.
La señorita imprime los billetes y nos dirigimos a la sección de maletas. Nos compramos una maleta de viaje talla XXL cada una y la llenamos de cremas bronceadoras, bikinis pequeñitos y trajes playeros. Y un secador modelo «desert eagle» de los que usa el ejército israelí. Nos damos cuenta de que no sabemos qué tiempo hace en K. Tampoco nos importa.
Hasta las 6 de la madrugada tenemos tiempo. Nos vamos a cenar y a tomar copas a la calle Manuela Malasaña. Entramos en el Molly Malone, del que nos terminan echando porque Julieta se ha empeñado en bailar tango con un hooligan del Manchester que había perdido el autobús de su hinchada y llevaba varios días dando vueltas por Madrid. Salimos del bar. Julieta está llorando porque dice que el hooligan le ha roto el rosario satánico. Viene la policía, y nos damos cuenta de que nuestras maletas se han quedado dentro. Aporreamos la puerta del bar, pero el dueño se atrinchera dentro. No quiere abrir por miedo a una multa. Yo empiezo a cantar a grito pelado la canción de Molly Malone: «alive, alive, oh, crying cockels and mussels, alive, alive, oh». En ese momento baja Cristina Cifuentes, que vive dos pisos por encima del bar, con una katana, para dulce y pacíficamente sugerirnos que volvamos a hacer la vía pública transitable, y que de paso no le jodamos el polvo con su marido el que está en busca y captura. Al vernos vestidas de tanguera y de gitana se le sube ligeramente el tinte, pero enseguida la color vuelve a su ser. El dueño del bar nos da las maletas, nos arrojamos al interior de un taxi y salimos para Barajas.

«El próximo avión de Ala Mierda con destino a K está listo para embarcar. Por favor, preparen su tarjeta de embarque y abran su pasaporte por la página de la fotografía.» Estoy durmiendo apoyada en una columna cuando oigo este mensaje. Julieta está elegantemente acostada encima de nuestras maletas. Nos ponemos a la fila y embarcamos. Por error, nos han dado dos pasajes en primera clase. No saben lo que han hecho.
Un azafato rastafari nos ofrece champán antes del despegue. No sabemos decirle que no a tan amplia sonrisa. Nos quedamos dormidas antes de despegar. El azafato rastafari nos arropa con sendas mantitas de viaje donde pone «Ala Mierda». Al cabo de un buen rato me despierta el olor de un aceitoso plato de algo parecido al arroz pero más oscuro y con tropezones. Le doy un codazo a Julieta, quien al ver el menú pone cara de asco, pero nos decimos: «a la mierda, hay que probarlo todo». El plato no estaba mal. Menos mal que en primera clase tocamos a un baño para cada 50 pasajeros. En clase turista están peor. Creo que no tienen baño. Tampoco tienen plato aceitoso, sólo panchitos, así que no lo necesitan.
Llegamos a nuestro destino. Hace un calor asfixiante. El corpiño me ahoga. Decido quitármelo y quedarme en sujetador. Enseguida se me echa encima un batallón de militares que está montando guardia en el aeropuerto. Pensaba que era para pedirme un autógrafo. Me llevan a comisaría.
Cuatro horas después Julieta me saca pretextando que tengo el «síndrome de Janet (Jackson)». Menos mal, porque el comisario ya me estaba poniendo ojitos. Cogemos un taxi y le pedimos al taxista, en perfecto español, que nos lleve a cualquier hotel situado en el centro de K. El taxista contesta, en perfecto español también pero comiéndose las erres: «sí, mi amol, allá vamos». Esto empieza a gustarme.
         Nos lleva a un lujoso hotel construido sobre un acantilado. Aquí parece que tampoco hay ley de costas. Nos abre la puerta del taxi un fornido porteador de maletas. A Julieta se le cae la baba. A mí se me caen las monedas con las que tengo que pagar al taxista a una alcantarilla. El taxista me dice que no importa y repite las palabras «mi amol» como si de un mantra se tratase. Me lía para que quedemos por la noche, que ya le pagaré después. También me lía para que le dé mi número de teléfono, mi número de cuenta corriente y el de la seguridad social. Tengo que aprender a decir que no.
         Nos dan la llave de una habitación suite con vistas a la bahía. Dos camas grandes, jacuzzi, súper bar (por fin un hotel donde el concepto mini no existe) con botellas de las de verdad, no de las de muestra. Cesta de frutas. Papel de fumar y una marihuana que huele desde lejos. Me gusta, me gusta. Parece que hemos acertado con el vestuario, porque el clima de K invita al despelote. Julieta se bebe tres o cuatro gintónics. Yo tres o cuatro copazos de ron. No me acuerdo de si he desayunado. Tampoco importa, ya desayunaré mañana. Hay momentos para todo.
         Tras dar cuenta de las copas nos ponemos el bikini y nos bajamos a la piscina del hotel. Chulazos en tanga, chulazas en tanga. En este país nadie tiene celulitis. Tampoco existen los niños. Deben de ser adictas a los anticonceptivos hormonales, porque con este calor el preservativo se escurre de la pichurrina. Nos pedimos unas ensaladas para comer (no quiero volver a probar el arroz en mi vida) y nos sentamos en sendas hamacas a hacer la digestión. Con la compañía de sendas caipirinhas, no nos vaya a entrar resaca. Nos quedamos dormidas.
         Cuando despertamos las estrellas brillan sobre nosotras. La vida parece transcurrir tranquila y feliz. Ya no hay chulazos ni chulazas. Tampoco están nuestras bolsas con el dinero, las llaves, los pasaportes… Mira que en la lonely planet dicen que guardes en la caja fuerte del hotel las cosas importantes. Pero no nos importa. Sólo queremos mirar a las estrellas, beber caipirinhas y pensar que lo que pasa fuera de K no nos incumbe.
         Mirando a las estrellas nos volvemos a quedar dormidas. Nos despertamos a tiempo para ver un hermoso espectáculo. El sol va asomando tímidamente por encima de la línea del mar. El cielo cobra colores que no están en la paleta de ningún pintor, colores cuya tonalidad va variando a cada segundo que pasa. Disfrutamos en silencio de este regalo único.
         Poco después, una hermosa camarera mulata nos trae el desayuno: zumo de naranja recién exprimida, fruta, café, tostadas, queso, miel… Tomamos un desayuno reparador y vamos a la recepción para pedir una copia de la llave. El recepcionista nos dice que el fornido porteador de maletas recogió y guardó nuestras bolsas para que no nos las robasen. Qué cielo.
         Subimos a la habitación, nos vestimos de exploradoras (atuendo necesario para el turista que se precie) y nos vamos a recorrer el centro de la ciudad. Aparece de la nada el taxista al que le debo pasta, diciéndome que ya ha hablado con mi madre y que ya tiene los papeles para casarnos. Le digo que soy lesbiana. Me dice que no le importa, que no es celoso. Me parece que este tío me va a tocar la moral más de lo debido. Le doy su pasta y se pira, no sin antes hacerme prometer que me lo voy a pensar. Prometo, prometo, pero al final te la meto. Te vas a enterar, taxista, por listillo.
         Llegamos al centro de K. Aquí no hay museos ni nada para ver, sólo tiendas de souvenirs y niños. En el centro de K sí hay niños. Se ve que aquí no usan espermicida ni pastillacas. En el hotel deben de colocárnoslas en la bebida. Como pasamos de souvenirs y de niños, nos metemos en un restaurante a comer. Salimos dos días después. Julieta se ha casado por el rito zulú con un francés de 50 años que estaba de viaje por K buscando el sentido de la vida, y de paso para follar. Yo pierdo la virginidad con un gato. No deberíamos beber tanto.
         El marido de Julieta nos lleva en su jeep de vuelta al hotel, y se quiere quedar en nuestro cuarto. Le digo que por muy marido de Julieta que sea yo la vi antes, y sobre todo, el cuarto lo cogimos entre las dos. El francés se marcha a su hotel y nos invita a su piscina. Yo sólo quiero fumarme un gran canuto mirando hacia la bahía y luego dormir la siesta. Cuando me despierto, Julieta no está. Me da por ser sensata y mirar cuándo se nos caducan los visados. Mierda, mañana nos tenemos que marchar de K. Como ahora Julieta es la señora DeClerc igual se puede quedar más tiempo. Otra cosa es que quiera, porque me parece que no sabe bien lo que ha hecho casándose con el francés. A mí el gato me atrae un poquillo, pero con la distancia se me olvidará.
         Me voy a la piscina del francés, y me encuentro a Julieta subida en una colchoneta hinchable con forma de isla desierta. Con el francés. Me pido un gintónic y me tumbo a ver el mar. Cuando Julieta se cansa de enrollarse con Léopold (así se llama) en la isla desierta de plástico, vienen hacia las tumbonas. Le digo a Julieta que mañana se nos caducan los visados y tenemos que salir del país, si no queremos que la troupe de soldados que me estuvieron acosando durante horas en el aeropuerto descargue toda su furia sobre nosotras. Julieta me responde que el matrimonio por el rito zulú le permite estar en cualquier país, siempre y cuando se sienta enamorada. Lástima, el gato me gusta, pero la relación no da para tanto. Un matrimonio es una cosa muy seria. Por primera vez me planteo casarme con el taxista. Lo descarto enseguida. Es muy bajito.
         Nos vamos los tres a dar un paseo por la bahía. Vemos atardecer en el mar, disfrutando de una cerveza fresca y de unos altramuces. La vida es bella. Por la noche Julieta me abandona por el francés, me voy al cuarto sola. Echo de menos al gato, pero en lugar de amargarme me hago un mega porro y me quedo dormida. Al día siguiente cojo un taxi para el aeropuerto. Pienso que, de vez en cuando, con más frecuencia de lo que nos damos cuenta, la vida vale la pena.
FIN

Comentarios

  1. Te devuelvo la visita y te dejo un comentario. me he reído mucho leyendo esta historia, yo quiero también volar con a la mierda y fumarme un canuto mirando a la bahía en K!

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